¡Ay! Me tienes descolocada porque, por
donde empezar, tu gente tiene muy claro su destino y la velocidad que han de
infundir a sus pasos para llegar justo on time donde sus agendas señalan. No
ha lugar para una mirada perdida ni para que otro ser se cruce por la ruta que
sus pasos han decidido. El metro va rápido, las escaleras mecánicas más y los
turistas multiplican con creces tanta prisa.
¿Reconocés ese reloj inmenso que junto a
las campanas de tu abadía más precisa marca el curso del tiempo mientras es inmortalizado
por los visitantes? ¿O tal vez prefieres el meridiano en uno de tus vecinos donde
se sitúan sin errores las manecedillas de la existencia?
Ni me podía imaginar que fuera tan
complicado hacer camino contigo entre cientos de piernas que terminan donde
comienza mi cabeza, bolsos diferentes a los que los que veo en tus escaparates,
brazos cubiertos de gabardina, abrigo ó desnudos en el mismo día, manos que
sujetan un sandwich, un café y en el dedo libre, el móvil, carteras
rigurosamente sosas, gafas vintage, sombreros estrafalarios y zapatillas
imposible de hallar en otro lugar del planeta. Pero lo peor es que no puedo
evitar que el peso que arrastran cada uno de los viandantes se me vaya
trasladando a mi mochila de forma sigilosa.
No, no puede ser. Lo nuestro debe ir más
despacio. Nunca me gustaron las prisas y en una relación con una city de esta envergadura hay que ir con pies
de plomo. El hecho de que me mantenga soltera como perfecto estado civil conquistado,
me hace desechar por imperativo ergonómico cualquier relación de conveniencia.
Sí, tengo pendiente celebrar mi soltería como la mejor de las bodas, porque me
casé conmigo en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi maravillosa
vida. Lo siento, querido, pero me pillas muy soltera, la verdad. Sé que como
buen inglés, me aceptarás como huesped invitado, pero la cuestión es cómo te
encajo yo en mi circunstancia.
No lo sé, me tienes desconcertada porque
hoy te vivo diferente que en nuestras anteriores citas, y si somos sinceros, tú
apenas has cambiado, así que me temo que la culpa es mía y solo mía. Sí, lo
reconozco, ya solo salgo con quien se lo merece, es decir, con el que aprecia
la mutua compañía y mi soltería, insisto, que no quiero que te crees falsas
esperanzas.
Vale, vale, intento poner de mi parte
para conocerte y me tomo un te contigo en uno de tus Caffé Concerto. Me ofreces uno de jazmín para que mis sentidos se recarguen junto
a la pieza de tarta increíble que elegimos juntos y, mientras cierro mi boca
para dejar que nuestro encuentro adquiera profundidad, me sorprende, enmarcada en la pared, una flauta sobre su
partitura. Siento ganas de saltar de alegría, pero como eres muy polite, y tengo sentido del ridículo, me
conformo con una foto para inmortalizar la magia de este momento, mientras el
resto de los comensales se preguntan qué famosa partitura se lleva mi cámara.
¿Sabías acaso el título de mi primer guión? No, ¡cómo lo vas a saber! Pero me
has traído aquí y con esta señal aflautada me doy cuenta de que es la primera
vez que hablas mi idioma, te abrazo con discrección, es un abrazo de
agradecimineto, de esos que dan las solteras de vez en cuando.
Contenta, me llevas a esos almacenes que
fabrican los estampados de mis sueños, los que protegen los diarios y textos
con mis ideas luminosas, carpetas que alegran mis letras y las saben guardar.
En tu Liberty escribo yo la mía.
Pero hay que continuar paseando por tu Oxford Street y aunque intentas apresurarme
para que tome el autobús, mi mochila se sigue llenando de las bolsas y
artilugios que portan los cientos de personajes con los que me cruzo. De
pronto, me llegan cercanas las novelas de ese Londres de Dickens, donde los niños
eran más vulnerables aún, las pestes eternas y la pobredumbre se instalaba
espontánea a pie de calle. El asfalto que ahora soporta el peso de mis pies
guarda tu memoria y como me gusta ser solidaria, me intento poner a tu altura.
Más despacio, necesito respirar, estás
siendo muy abierto conmigo, demasiado diría yo, y hemos pasado a un nivel de
sintonía para el que no estoy preparada. No sé si lo entiendes, pero…
Entonces, me tomas fuerte de la mano y
sin vacilar, me situas sobre el Puente del Millennium.
Respiro aliviada porque ahora
me contagias la alegría del trabajo bien hecho, bueno, en este caso, tuvieron
que rectificar, de acuerdo, pero lograron que este artilugio no se moviera… y yo ahora quiero celebrar todos tus puentes, los que nos hacen
cruzar a la otra orilla para conectarnos. Contemplo tu río Támesis que ha
aprendido a fluir a pesar de todos los reguladores del tiempo y lo hace libre,
fresco. Paseo junto a las aguas que te colman de movimiento y mis pulmones se
vuelven livianos a pesar de la contaminación.
Mis pasos pesan menos y cuando de nuevo el asfalto y las prisas me pueden, contemplo el río, ese fluir de la corriente a través de los siglos, ese espacio que no tiene acotaciones y que puede ser surcado por quien se aventure a fabricar en el río olas de libertad que se contemplan magníficas desde ese otro ojo desde el que luces inmenso.
Mis pasos pesan menos y cuando de nuevo el asfalto y las prisas me pueden, contemplo el río, ese fluir de la corriente a través de los siglos, ese espacio que no tiene acotaciones y que puede ser surcado por quien se aventure a fabricar en el río olas de libertad que se contemplan magníficas desde ese otro ojo desde el que luces inmenso.
De
acuerdo, no porque te haya contemplado desde esta perspectiva voy a creer que
te rindes a mis pies, a estas alturas ya me vas conociendo y sabes que
necesitaba otro ángulo de visión, uno sin ataduras. Emprendemos
el paseo de regreso a casa y tu abadía pone música poderosa y casi logras
conquistarme mientras rendimos homenaje a los ingleses ilustres que nos
precedieron. Mis ojos se detienen en la placa conmemorativa de Oscar Wilde con
admiración, no es que no sienta lo propio con el resto, pero este escritor, es el
de mis sueños.
Te sonrío con prudencia, porque tal vez te pongas celoso al
comprobar lo que un genio es capaz de obrar en mí, pero de nuevo me sorprendes
y sin pensártelo tres veces, porque dos sí, tomamos uno de tus dobles autobuses
rojos. Tate Street, 34 y mis párpados no pestañean ante la que fuera la casa de uno
de mis maestros. Me invitas a que nos fotografíen, y te veo orgulloso de contar
entre tus tesoros la memoria de vidas que aún hoy, nos siguen conmocionando.
