No podía comer, no me entraba nada, pero, nada de nada, ni siquiera un caramelo, que para mí era el invento más increíble de la humanidad. Me gustaban tanto que mi madre solía decirme que para mí, Karamelo se escribía con K, porque era capaz de comerme un kilo de una sentada.
Llevaba en la cama varios días, las piernas no me sujetaban, y el simple gesto de levantar la sábana me hacía sentir débil. Recuerdo ver mi cara en el espejo como la pasta de dientes superblanqueadora. Papá me traía comidas deliciosas que tantas veces había preparado con él cuando aún estaba bueno. Por eso en casa no me llamaban Alonso, para mi familia, yo, era el Chef. Una cucharada, dos cucharadas y mi estómago cerraba su puerta como una caja fuerte. Además, mis manos pesaban y era como si miles de hormigas recorrieran mis pies.
La doctora me ponía unas inyecciones de vitamina B 12 para curarme. Y entonces, ¿por qué no se me iban las ganas de llorar? ¿Por qué? Así que le pedí a mamá que me contará cosas de las vitaminas. Quería saber lo que hacían, y por qué eran tan necesarias. Mi madre me propuso un trato: antes de irme a la cama, me tomaría un caramelo, un caramelo especial, sería el caramelo que el Chef, o sea yo, hubiera preparado con papá durante el día, un caramelo a mi gusto, cada día uno. Antes de dormirme lo podría tomar mientras mamá me contara cosas sobre las vitaminas.
Al día siguiente preparé con mamá un caramelo de plátano, almendras, sirope de fresa y zumo de naranja, después dejamos que se endureciera. Por la noche me dijeron:
-Chef, tu caramelo. ¡Bone appetite!
-Bone appetite, Von -así llamábamos en casa a papá porque tenía pinta de varón alemán.
Y mi madre me contó una historia sobre las vitaminas.
Aquella noche soñé que era ya mayor y me sentía requetebién, pero lo mejor es que cocinaba vitaminas en forma de cuento con un gran sombrero de cocinero en el que se leía: El Chef Karamelo Von Appetit .
No hay comentarios:
Publicar un comentario